Cuando tenía alrededor de 9 años descubrí el fascinante mundo de la correspondencia. En esa época estaba de moda coleccionar “hojitas de cambiar”, que eran básicamente colecciones de sets de escritura (hoja de papel más sobre), y hojas de notas de distintos tamaños. Pero la gracia de estas colecciones era que tenían diseños de lo más variopintos, y ahí es donde estaba la chicha.
Si visitabas cualquier patio de colegio durante la hora del recreo no ibas a encontrar a un grupo de niñas jugando o charlando; te encontrabas con un mercado al más puro estilo de Wall Street: compra-venta de sobres y folios decorados, trueques entre colecciones de papelería y de tienda de veinte duros, amiguismos y chantajes emocionales por el más mínimo artículo exótico. Si las mujeres de mi generación hemos aprendido a movernos en el mundo adulto de las finanzas no ha sido gracias a las inexistentes clases sobre economía personal de las escuelas; fue gracias al entrenamiento temprano en esos mercados despiadados de las "hojitas de cambiar" de los recreos.
Una vez que tenías tu colección molona de hojitas, la podías usar para cartearte con tus amigas y primas. Las cartas entre compañeras de clase eran más comunes, pero las cartas con las amigas de los campamentos o familiares que vivían en otra ciudad siempre me resultaban emocionantes de escribir y recibir. Tenías que tener esperanza en que el mensaje que estabas enviando llegara y que además, el receptor te respondiera. Era un ejercicio de paciencia precioso.
Luego llegó internet con su messenger instantáneo, los teléfonos móviles con sus sms, y las redes sociales y su promesa de facilitar la conexión entre las personas.
Extrañamente, encuentro que esta facilidad a la hora de comunicarnos ha hecho que los mensajes en sí carezcan de contenido y profundidad. Como en cualquier otro ámbito, tenemos recursos tecnológicos para ser más eficientes y a cambio, lo que hacemos, es volvernos vagos (no me hagáis hablar sobre las escaleras mecánicas).
A pesar de mi fascinación por el mundo de la correspondencia, nunca había escrito, o realizado, una carta audiovisual, y mucho menos a un extraño. El reto me llegó de la mano del taller Nothing Happens in this film, y fue un proyecto bonito de llevar a cabo porque me resultó conocido y novedoso a la vez.
Para concluir sólo diré que un día recibí una carta de un extraño, y la respondí.
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